Soy consciente de que escribo a una mujer a la que no
conozco de nada. De que escribo más bien a una fantasía. A la huella que esta
mujer ha dejado, a un huecograbado. A un fantasma. Que conozco poco de ella y que puedo haberme
equivocado en muchas cosas. Solo puedo aferrarme a lo que vi y sentí, a lo que
vi de primera mano. Para colmo, esta mujer, muy probablemente, quede ligada a
mí, a pesar de ambas, por mucho tiempo, con un hombre como eslabón ya que no
como vínculo. No sé hasta qué punto en mi fantasía no te he convertido en mi
Sombra, en el negativo de mi yo, en mi espejo. Una vivencia de extrañamiento que tanto contiene lo
reprimido como lo irrealizable. Pero
cuando hago que todas estas emociones afloren a lo consciente entro
inmediatamente en conflicto con esa máscara social que preside nuestras
relaciones con la realidad. Existe una
parte de inseguridad y miedo, otra de curiosidad, otra de frustración y rabia.
Acabo siendo víctima de un doble espejismo. Si miro demasiado en mi interior e
intento analizarme, mi mundo externo pierde solidez, y por eso intento ver las
cosas con distancia, aún arriesgándome a cometer errores de juicio. Pero si imagino a otra, resulta que hay un “
nosotras” que nos apela en su demanda.
En realidad, esta
carta no es más que un intento muy desesperado de autoafirmación. Articular una
historia, como yo pretendo hacer en estas líneas, no quiere decir reconocer
toda la verdad sobre ella. Este es un punto de vista, simplemente. Soy muy consciente de que escribo a alguien
que no conozco y que, por lo tanto, me estoy escribiendo a mí misma y que
existe la posibilidad de que tú lo leas y quizá existe - más remota – la posibilidad de que lo
comprendas.
Yo no te conozco. Interpreto desde los hechos que he vivido, desde la
huella que has dejado, desde –repito- un
huecograbado. La interpretación otorga
sentido, pero se trata de una interpretación que funciona no desde la presencia
de la otra sino desde su ausencia
En un sentido estricto o restricto, no puedo escribir desde una posición de neutralidad. La virtud de todo príncipe, según Maquiavelo, queda reducida a la prudencia. Esta virtud, obrando a través de la prudencia, la podemos hacer análoga a la interpretación de la historia que yo he vivido: he de hacer constar que hablo siempre desde MI punto de vista. Y es que la interpretación no responde solo a los hechos que viví, también al registro de la intuición o de la inspiración. Por lo tanto, inevitablemente, mi posición estaría marcada al por un ir mas allá de la neutralidad habitualmente exigida, por un tomar partido. La interpretación, anula lo falso y se constituye en siempre verdadera, pero siempre desde mi punto de vista, no estando – si tenemos en cuenta que voy a relatar lo que yo viví y que no pretendo que se entienda de otra manera - sometida por tanto ni a duda ni a medida. Toda esta historia hay que situarla del lado de lo subjetivo, del lado de lo poético, del lado de la inconsistencia del Otro, del lado de la angustia. La angustia debe definirse como aquello que no engaña, angustia como certeza fundada. La certeza ligada al recurso de la causa primera no es más que la sombra de la angustia como certeza fundamental. Pero en el fantasma ya hay conocimiento: el hecho de que solo te conozca a través de tus actos, de tu huella, de tu referencia, no impide que, aunque sea de manera sesgada, te conozca o crea conocerte.
En un sentido estricto o restricto, no puedo escribir desde una posición de neutralidad. La virtud de todo príncipe, según Maquiavelo, queda reducida a la prudencia. Esta virtud, obrando a través de la prudencia, la podemos hacer análoga a la interpretación de la historia que yo he vivido: he de hacer constar que hablo siempre desde MI punto de vista. Y es que la interpretación no responde solo a los hechos que viví, también al registro de la intuición o de la inspiración. Por lo tanto, inevitablemente, mi posición estaría marcada al por un ir mas allá de la neutralidad habitualmente exigida, por un tomar partido. La interpretación, anula lo falso y se constituye en siempre verdadera, pero siempre desde mi punto de vista, no estando – si tenemos en cuenta que voy a relatar lo que yo viví y que no pretendo que se entienda de otra manera - sometida por tanto ni a duda ni a medida. Toda esta historia hay que situarla del lado de lo subjetivo, del lado de lo poético, del lado de la inconsistencia del Otro, del lado de la angustia. La angustia debe definirse como aquello que no engaña, angustia como certeza fundada. La certeza ligada al recurso de la causa primera no es más que la sombra de la angustia como certeza fundamental. Pero en el fantasma ya hay conocimiento: el hecho de que solo te conozca a través de tus actos, de tu huella, de tu referencia, no impide que, aunque sea de manera sesgada, te conozca o crea conocerte.
Mucha gente me ha preguntado qué poco sentido de la
dignidad tengo si no quise salir de aquel triángulo. La dignidad no tiene mucho
que ver en esto. La baja autoestima o el complejo de Edipo, quizás. O incluso,
por qué no, una idea muy peligrosa y muy equivocada de la compasión. Quizá me
sintiera Santa Clara Redentora y lo de ayudar a los demás me hacía sentirme
superior. No sé por qué lo hice. ¿
Estaba celosa? Sí, sí lo estaba. ¿Por qué me quedé entonces? La respuesta literaria:
estaba enamorada. La respuesta psicoanalítica: compasión, competencia, baja
autoestima, síndrome de redentora, atracción por lo imposible… métalo en la
minipimer y bata durante un año.: ¿Es posible confiar en un campo contemplativo donde
el deseo, o la entrega, pueda sostenerse
en una anulación de su propio punto
central ? La fórmula deseo-ilusión se queda corta como último término de la
experiencia que viví. Queda precisamente el punto cero, el que yo misma no
puedo explicar, como lugar de la
inquietud, como objeto central , en la medida en que no está, no sólo por estar
separado, sino siempre reprimido, oculto, callado, en otro lugar que no era
allí, donde soportaba tanto el deseo como la ilusión, y todo en relación
profunda con la certeza de que aquel no era mi sitio, ni mi destino, ni mi
encaje. El deseo y la angustia
coincidían e incluso se confundían. No
sé por qué me quedé allí, estancada en un punto simbólico. Pero
lo hice, no tiene sentido volver la vista atrás.
De todo lo anterior se
desprende la idea clara de que no puedo contar la historia como fue, sino como la viví. De
que no entré con un rol definido, sino que me fue asignado, independientemente
de que luego asumiera más activamente el rol. Entré siempre como la segunda,
como la otra. La que observaba, no la
que actuaba. Existía una incompatibilidad fundamental simbólica entre los
referentes que me sirvieron para ‘construir’ ese rol, la manera en que me
comporté – que nada tenía que ver en realidad con mis deseos o aspiraciones
- y la identidad ‘obtenida’ en todo este
juego. Un día me encontré con un anillo
en la mano y un traje blanco y de repente yo ya no era la segunda, y me venía
grande tanto el anillo – literalmente -
como el papel. De hecho, nunca llevo el anillo a estrechar porque me
parece que el dato de que lo lleve en el dedo corazón y no en el anular dice
mucho sobre la volubilidad de mi rol.